Cuanto me costaba mirar a los ojos del Tiempo. Sí. Cuanto me costaba hacerlo.
Intentaba huir de su mirada, pero sus ojos, me tentaban a que le mirase. Oh, sus ojos. Son negros como la muerte. Azules como el cielo. Rojos como la sangre. De todos los colores. Ojos con historia. Miles de historias. Las historias, de aquellos que murieron. El Tiempo. El Tiempo. El Tiempo. Siempre observándome desde todas las partes. Siempre vigilando mis pasos, y ahora, frente a mí ventana lo recuerdo.
Vuelvo a verle. En mí reflejo. Mis rasgos han cambiado. Ya no soy una niña. Ahora, soy una mujer. Y el Tiempo, me sonríe desde mi reflejo.Han pasado nueve años, y aún la sangre de mis venas, se me congela al recordarlo.
Vamos a retroceder, en el Tiempo.
Madrid, 1985
“Le miraba. Le escuchaba. Tocaba el piano, como cada mañana.
La Luz, entraba con intensidad en aquel lugar, donde siempre todo eran sombras. La casa perdida en el bosque, las fotografías de mi madre en los pasillos, las velas en las cenas de cada noche…
Era un lugar destinado a ser ocupado por las sombras, de los fantasmas, que un día fueron.
Él tocaba el piano. Yo, le miraba, sentada a su lado, con la cabeza apoyada en su hombro. Y él. Él le contemplaba.
Sus ojos, avispados de color miel. Rajados y perfectos. Ojos llenos de leyendas oscuras. Siempre ahí. Siempre en el piano. Su pelo negro. Negro azabache. Brillaba incluso en la oscuridad. Un pelo suave y sedoso. Un poderoso felino, siempre sentado sobre el piano de cola. Su imponente figura, siempre estaba allí sentada, cuando mi padre, tocaba el piano. Él, le observaba. Y cuando acababa de tocar la melodía, se quedaba dormido. Siempre sobre el piano.
Rey de los felinos. Sombra de la noche.
Sus ojos mirando cada movimiento de las manos de mi padre, al tocar el piano. Siempre mirándole. Siempre enredado en sus piernas. Siempre tumbado sobre su regazo, en las noches de invierno.
Algunos decían, que aquel animal, tenía parte del alma de mí padre, y que por eso, nunca se separaba de él. Decían que el día que muriese el animal, moriría mí padre.
Y un día ocurrió. Pero no. No fue Ónix, quien se llevó a mi padre.
Un día de primavera, a las doce de mediodía, mí padre, se fue a trabajar como de costumbre, y no regresaba. Ónix, me miraba intranquilo. Yo, le tocaba la cabeza: “Tranquilo Ónix. Papá, debe de estar a punto de regresar.”
El gato, me acariciaba la mano, y lamía mis dedos despacio, pero seguía estando intranquilo. Yo, también.
Se bajó del piano, para acurrucarse en mis brazos.
Contemplaba el reloj de pared, cuando sonaron las campanadas. Dieron las ocho de la tarde. Papá, siempre, regresaba a las siete.
Entonces, de repente, el gato, dio un alarido de dolor. Se puso de pie en mis brazos, y comenzó a gruñir, y a maullar. Su maullido parecía un llanto, y sus gruñidos gritos de dolor. Saltó de mis brazos, y de un salto, se subió al piano. Maulló, incluso, pude ver lágrimas en sus ojos. Me acerqué hasta él, y me senté en el banquetín del piano: “¿Qué te pasa, Ónix?” Acaricié su cabeza, y el gato prosiguió maullando. Su maullido era de dolor, pero no de dolor físico, sino del dolor de la muerte.
Mi padre, había muerto, pues podía ver en los ojos del gato un vacío inmenso. Se le fue el brillo de estos, mientras que maullaba. Se le fue apagando, como la Luz de una vela. Lloré mientras que acariciaba al felino. Sus vivarachos y avispados ojos color miel, ya no eran lo mismo. Mi pequeña pantera. Una parte de él, murió aquel día, con la muerte de mi padre.
Me quedé sóla en el Mundo, junto a mi querido gato, y pasaron los días. Ónix, estaba cada vez más triste. El brillo de su pelaje, se estaba apagando. Sus maullidos, siempre estaban llenos de dolor. Sus ojos, cada vez más tristes. Estaba adelgazando. No comía, ni tampoco bebía.
Mi adorado felino, se negó a comer y beber, desde aquel día. Y yo, sabía que quería morir. Sabía que quería dejarme sóla, por no soportar la muerte de mí padre. Se pasaba los días enteros tumbado sobre el piano de cola, y yo, le contemplaba sentada en el banquetín. Acariciaba su cuerpo, sabiendo que cualquier día al levantarme, él, ya no estaría aquí. Acariciaba su cuerpo, pensando que tal vez esa sería la última vez, que iba a tocarle.
Besaba su húmedo hocico, ese que cada vez estaba menos mojado. Acariciaba sus pequeñas orejas, esas que cada vez estaban más frías. Mi gato, respiraba fatigado, y tenía dolor. Sus huesos estaban muy marcados. Yo lloraba, y él, me miraba, como diciendo: “Aunque me vaya de este Mundo, siempre estaré a tu lado. No te dejaré sóla.” Pero yo sabía, que mi gato se iría para siempre, y que yo me quedaría sin nada. Mi madre había muerto durante mi parto, mi padre hacía apenas una semana, y mi gato, moriría pronto.
Una noche, como todas, me despedí de él, acariciándole y besando su húmedo hocico, y me fui a mi dormitorio. Me quedé dormida largo Tiempo después, pues echaba de menos, no poder dormir, abrazada a mí joven padre. Soñaba con él, cuando de pronto, un ruido extraño me despertó. Una música. Una melodía. El piano. El piano de cola, estaba sonando, y esto, me produjo escalofríos. Aparté la sábana que cubría mi cuerpo despacio, y me calcé con las zapatillas de tela, que yacían a un lado de mí cama. Miraba a todos lados, asustada. Me abracé el cuerpo, pues tenía frío. Hacía más frío que nunca, hasta los cristales de las ventanas, parecían estar empañados.
Abrí la puerta de la Sala de Música, despacio, y entonces lo vi.
Las teclas del piano, parecían pulsarse solas. No había nadie tocando el piano, pero sin embargo, este no dejaba de sonar.
Conjuré a mi padre, en mi mente, sentado frente al piano, con las manos acariciando las teclas.
La melodía no dejaba de sonar, y el frío, cada vez era más intenso. Entonces, me percaté de algo. Me acerqué despacio al piano, hasta que pude ver una mancha negra, tumbada sobre el piano. Mi gato, dormía como cada día, en ese lugar. La música, no dejaba de sonar. Y mi gato. Mi gato, no estaba dormido. Estaba muerto.”
Fin
Rebeca
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